miércoles, 30 de mayo de 2012

Roger Waters: otro màs en el patíbulo


Mucho antes que Pete Doherty durmiera sus resacas en el basurero de algún callejón londinense, Roger Waters decidió enarbolar la causa de los desprotegidos y sufrientes. Los que no habían encontrado aún el Mesías comunicador de las acciones a seguir. Se construiría un muro que apartaría el avance de los mercenarios capitalistas que sustentaban su andar con el hambre y la represión, el dolor y la subyugación del menos fuerte. Waters, hijo de Eric Fletcher Waters y de Mary Duncan, cansado de la fiebre de la música disco y de los buitres que acechaban la inevitable muerte del Punk en Inglaterra, supo que era un gran momento para producir un mensaje que pululara en las neuronas de un publico de rock que se encontraba desmotivado y perdido en la ruta de las olas. Pero hablamos de un artista que nunca braceó junto a la corriente. Así es como se constituye el inverosímil e incoherente mito del génesis de “The wall”, alimentado del imaginario de otorgarle al artista record del momento cierto rol de paladín de la dialéctica que nunca se buscó para sí mismo. El idioma anglosajón contiene una bella palabra, “Plunge”, que nos permite descifrar un poco el enigma Waters; el término refiere a mirar dentro de los màs recónditos y ègidos sectores de nuestras cabezas en orden de desahogar todas las miserias que las habitan y, si se puede, convertirla en una gran obra de arte. Otra leyenda que será utilizada por alguna banda nórdica cuando hayan muerto los enanos y los dragones que habitan sus letras, es la de los discos conceptuales. En 1968 se editan “The Kinks are the Village green preservation society” y “Tommy” de The who. La obra de los hermanos Davies pinta como casi nadie la campiña inglesa y el disco de Daltrey y compañía indaga en las peripecias de un joven ciego, sordo y mudo, pero que no movía las caderas. Cabe destacar que la idea del Sgt Pepper Beatle nació como un proyecto de álbum conceptual que no perduraría durante el desarrollo de sus sesiones de grabación. Pero “The wall” germinaría de una manera mucho màs natural y orgánica. Tan orgánica como lo puede ser un escupitajo producto de un creciente proceso de alineación. Si bien en 1973 el camino de Pink Floyd era testigo de cómo los proyectos màs ambiciosos del grupo se iban haciendo realidad y la relación entre sus miembros se mostraba como una democracia sin rostro, un poco más lejos de la sombra del malogrado Syd Barret; Roger Waters se encontraba en un proceso de autodescubrimiento, el de su propia adultez, el tiempo adquirió otra dimensión. ¿Estaba preparado para ese salto?, ¿Qué lleva a un socialista declarado a escribir un Walking blues sobre el dinero?. Pueden encontrar las respuestas en el que tal vez sea, sonoramente hablando, el disco màs moderno de su banda, esa enciclopedia acerca del stress, la religión, la muerte, la locura y el capitalismo llamado “The dark side of the moon”. La parca ya había hecho de las suyas cuando se llevó al padre del bajista en la segunda guerra mundial. El futuro genio creativo tenia tan solo cinco meses pero sufriría esa ausencia durante toda su vida. Tal vez este detalle explique la parquedad de Waters cuando se convierte en destinatario de preguntas afirmadas acerca de cuan iluminado y brillante es en una forma constante cual diálogo socrático durante una entrevista de diez minutos. Al periodismo argentino…Salut!
The wall on ice
Pero en la mente de nuestro héroe, genio y poeta ya se había auto-construido una columnata que marcaría el destino de Pink Floyd. El libro “Paredes y puentes” de Sergio Marchi arranca afirmando que escupir a alguien es “tal vez la forma más radical de expresar el desprecio; algo intensamente personal y con sentido dedicatorio”. ¿Pero hacia que persona, idea o movimiento iba escupido The wall?, ¿Hacia el capitalismo?, ¿Hacia el público que no paraba de pedir “Careful with that axe, Eugene” en la gira de 1977?, ¿Hacia sus compañeros de grupo?, ¿Hacia él mismo?, ¿Hacia todos los nombrados?. Únicamente si tomamos la hipótesis de la pared ante sus compañeros de grupo o para su misma persona entonces podremos encontrar cierta coherencia y actualidad en el mensaje de los shows que vimos en marzo; desde el vamos el mundo ya no se parece al de 1990 cuando se presento la obra en Berlín la noche en que Cindy Lauper hizo el ridículo y Ute Lemper nos maravilló con sus interpretaciones. Mucho menos se parece al de 1979 cuando el disco vio la luz por primera vez. La imagen pop de la obra presenciada es la culpable de las grandes ventas y la moderada histeria general. Siempre con cierto contenido. Lo que difiere es la utilización de la palabra “obra”, partiendo de la base, gastada base, que el show es una obra de teatro a gran escala, es una puesta en la que el mismo Waters es completamente reemplazable sin que bajen los niveles de emoción, aunque sí de concurrencia. Aunque sentido y emotivo, el bajista nunca fue un gran cantante, hecho que queda muy en evidencia en el recital, en las giras de Floyd era Gilmour era el que agregaba el componente “cómodo” a las canciones, mientras el hombre en cuestión agregaba la furia, la fuerza y la actuación. Evitando la discusión con el Opus dei del rock es irrelevante ahondar en si hubo playback o no, las sobregrabaciones son necesarias en este caso, pero la escenografía también defrauda, la caída de la pared esta ampliamente basada en un juego de luces, no impacta. La carga emotiva aparece al inicio de la velada con la irrupción de “In the flesh”, los nenes cantando que no necesitan educación al gigante profesor, y los “Fallen loved ones” que aparecen en el intervalo y que en Argentina estuvieron bien representados por Camilo Cienfuegos, Salvador Allende, Azucena Villaflor y Rodolfo Walsh, entre otros. Musicalmente todo es inobjetable, banda ajustada y eficiente. Roger Waters vino, fue record y se fue. Llego para hablarnos de un tema que ya queda viejo. Su papel como artista seria más productivo si tratara ítems más actuales con canciones nuevas que brillan por su ausencia. Pero si existe una frase macabra es esa que afirma que la libertad de una persona termina cuando empieza la de sus semejantes. Un horror. Después de todo, ¿quién puede negar a Roger Waters?.
Gabriel García. (dedicada a la perseverancia de Damián Ces)

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